Hoy se cumple un año del 23-J, día en que se celebraron las últimas elecciones generales y día señalado en el calendario por muchos para librarnos definitivamente de Sánchez, incluso sin saber qué es lo que vendría después: cualquier cosa sería mejor. Sin embargo, no pudo ser y aquí seguimos gobernados por el peor Gobierno de la democracia y con Sánchez recién llamado a declarar como testigo en la causa contra su mujer, Begoña Gómez. Quién sabe, quizás sea finalmente este turbio asunto el que ponga fin a su carrera política. Lo de volverse a tomar cinco días de asuntos propios pagados con dinero público para reflexionar ya no cuela; si la cosa se le complica, el asueto debería ser definitivo.
Sánchez había decidido adelantar las elecciones tras la carnicería sufrida en las municipales y autonómicas de dos meses antes. Y, cuando todo parecía indicar que las generales iban a confirmar tanto la derrota del PSOE de Sánchez como la amplia victoria del PP que convertiría a Feijóo en presidente del Gobierno de España, se produjo un resultado que nadie esperaba: a pesar de que el PP lograba tres millones de votos y 48 diputados más que cuatro años antes, no alcanzaba la mayoría absoluta con los de Abascal: la típica victoria pírrica y amarga. La estrategia del miedo a Vox auspiciada por Sánchez volvía a dar resultado. Y, de paso, se demostraba otra vez que la audacia es la principal virtud política, especialmente cuando estás más muerto que vivo y todo parece estar perdido. Tras eliminar a Podemos y coger sin estructura al Sumar de Yolanda Díaz, absorbió buena parte del voto populista y de extrema izquierda que habitualmente se iba por otros derroteros. Y logró un magnífico resultado en Cataluña, clave en las generales. Y quienes lo habíamos dado por sentenciado tuvimos que tragar saliva.
Tras conocer los resultados electorales, descarté la repetición electoral y di por hecho que «Sánchez buscará los apoyos de Sumar, ERC, Bildu, PNV, BNG y Junts con la misma falta de escrúpulos que de costumbre pero con más calma: por un lado, sin la presión de quien ha ganado las elecciones; por otro lado, con el convencimiento de que, si se repitieran los comicios, mejoraría los resultados. Pero habrá investidura y Sánchez será elegido presidente, porque les conviene a todos sus socios». Y así fue, y todo ha ido a peor desde entonces. Muchos españoles antepusieron sus intereses pecuniarios (revalorización de las pensiones, incremento del salario mínimo, ingreso mínimo vital u otras ayudas sociales) y votaron a Sánchez; otros muchos abominaban a Sánchez pero no tanto para votar a un PP dependiente de Vox, así que, a pesar de todas sus barrabasadas, volvía a lograr la mayoría que necesitaba, aunque fuera de la mano de toda la ralea de socios indeseables.
Tras el veredicto electoral, Sánchez necesitaba a Puigdemont para permanecer en la Moncloa. Así que decidió aceptar lo que el prófugo le exigía: la amnistía a todos los responsables del golpe de Estado independentista. Y en dos días la amnistía pasó de ser inconstitucional, inmoral y contraproducente a ser perfectamente constitucional, éticamente irreprochable e indispensable para garantizar la convivencia. De «no se va a dar porque es imposible» se pasó a redactar la ley mano a mano con los delincuentes. Y, en el ínterin, una campaña a coro de todo el PSOE para defender las bondades de la amnistía no ya para perdonar sino para pedir perdón y legitimar al independentismo catalán, lo que terminó convirtiéndose en el mayor escándalo de corrupción política de nuestra democracia.
Antes de aquel 23-J fueron los pactos con los independentistas, el blanqueamiento de EH Bildu, los indultos a los golpistas, la supresión del delito de sedición o el abaratamiento del delito de malversación, pero los ciudadanos dieron importancia mayor a la revalorización de las pensiones, el incremento del salario mínimo o la promesa de que trabajarán menos horas por el mismo sueldo. O al menos los suficientes para hacer posible que Sánchez gobernara con sus socios habituales. La Ley del solo sí es sí había provocado el abaratamiento de las penas o la excarcelación de centenares de delincuentes sexuales. Sin embargo, nada de ello sirvió para castigarlo tanto como merecía en las urnas e incluso logró un diputado más que cuatro años antes.
Desde el 23-J, las cosas han ido a peor: amnistía a los sediciosos, corruptos y malversadores tal como exigieron ERC y Puigdemont, rompiendo la igualdad ante la ley y la separación de poderes; pacto con Junts para transferir a Cataluña las competencias de inmigración; colonización progresiva de todas las instituciones del Estado para ponerlas al servicio del proyecto de Sánchez; toma del Tribunal Constitucional para excarcelar a los responsables de los ERE en Andalucía y liberar a sus corruptos pasados, presentes y futuros; escándalos de corrupción como los de Koldo, Begoña Gómez o David Azagra, hermano de Sánchez, quien deberá acudir a declarar próximamente como testigo por los negocios de su mujer. Además, sigue siendo imposible estudiar en español en distintas partes de España. Mientras tanto, persecución a los jueces y puesta en marcha de un plan llamado de regeneración para impedir los bulos y las fake news que no es sino para amordazar a la prensa libre y salvar a la soldado Begoña. Además, dicen que la economía va bien pero millones de personas no llegan a final de mes, ahogadas por los altos precios, las altas hipotecas y la imposibilidad de acceder a una vivienda económicamente viable. Y en el horizonte, concierto económico para Cataluña a cambio de que Illa sea president para reducir la redistribución y enterrar la igualdad, y posible acuerdo con los independentistas catalanes para llevar a cabo algún tipo de referéndum en el que decidan al margen de los españoles lo que nos corresponde decidir a todos.
Un año después sabemos que no basta con querer derogar el Sanchismo y mandar al PSOE a la oposición si no lo acompañas con un proyecto alternativo. Ya lo dijo Sócrates: «El secreto del cambio no es enfocar toda tu energía en luchar contra lo viejo, sino en construir lo nuevo». O al menos, digo yo, repartir energías para hacer posibles ambas cosas.
(Publicado en Vozpópuli el 23 de julio de 2024)