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Emir Suljagic nació en Ljubovija, en la zona serbia de la extinta Yugoslavia, en 1975. Al estallar las guerras fraticidas de los Balcanes (todas las guerras son fraticidas), este joven bosnio se refugió con su familia en Srebrenica, donde entre 1992 y 1995 se escribieron las más negras páginas de la historia reciente en Europa: el ensañamiento genocida de las tropas serbo-bosnias, cuyo presidente Karadzic se encuentra hoy a disposición de la justicia, contra este poblado musulmán acabó en la cruenta y cobarde masacre de miles de bosnios musulmanes. Suljagic fue uno de los escasos supervivientes de la matanza, quizá gracias a su papel de traductor de los cascos azules destinados al enclave. Más de una década después, este joven decidió dar testimonio de los hechos en relato sobrecogedor sobre el horror de la guerra:
» … La única pregunta que me gustaría plantear a todos los amigos que he hecho después de la guerra es si recuerdan dónde estaban el 11 de julio de 1995. No me atrevo porque no estoy seguro de recibir la respuesta que deseo con todos sus detalles; no me atrevo porque sé que al final me quedaría solo, sin nadie. Y eso a pesar de estar convencido de que tengo derecho a exigir una respuesta a esta pregunta. No porque me interese dónde estaban exactamente, sino porque me gustaría saber que no han participado en la traición. Lo que ocurrió en Sbrenica durante unos pocos días de julio de 1995 fue una de las grandes traiciones de la especie humana.
Fue la época en que nadie nos creía, en la que los soldados requerían una orden para comportarse como seres humanos, en la que nuestras vidas no valían nada, ni siquiera un trago de agua. El más joven de los supervivientes de las ejecuciones ocurridas entre el 14 y el 16 de julio tenía sólo diecisiete años. Cuando lo bajaron del camión con un grupo de varones, los ojos vendados y las manos atadas, no pedía más que un poco de agua. «No quería morir sediento», dijo al testificar en uno de los juicios por la matanza en Sbrenica ante el Tribunal de La Haya, años más tarde. Los soldados serbios abrieron fuego.
Yo me encontraba entonces en la base holandesa de Potocari, donde trabajaba como intérprete para un equipo de tres miembros de observadores militares de las Naciones Unidas. La traición que yo vi es diferente de las que presenciaron los supervivientes de la matanza. Ellos vieron cómo el género humano descendía hasta una bajeza sin precedentes, cómo los humillaban y torturaban, y sobrevivieron sólo por un milagro. Lo que vi yo era la fría, casi burocrática indiferencia, la traición que cometieron hombres instruidos, inteligentes según todos los criterios. Personas de aquellos días o no se atrevían o no quisieron ser seres humanos.
Mis amigos y yo estábamos condenados a morir y nadie quería hacer nada al respecto. Los que sí lo hicieron representan una luz en esta oscuridad, la única luz. Al salvar aunque fuera una única vida, se destacaron sin necesidad de hacer un esfuerzo especial. El ingente número de muertos es la mejor prueba de que no hubo muchos de éstos.
No sé cómo definir los diez días que pasé en Potocari, después de la caida del enclave. No me traicionan las palabras, me traiciona lo que siento, el recuerdo, todavía angustioso, de ese tiempo. Para mí, los hechos nunca seguirán un orden como lo siguen para otros, siempre tendré problemas para acordarme del curso correcto de los acontecimientos. Pero recordaré cada rostro que vi aquellos días, cada mueca, el miedo en los ojos. Recordaré sus nombres mientras viva…».
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POSTALES DESDE LA TUMBA. Emir Suljagic.
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