Hace un año, el 18 de agosto de 2023, la representante de Moncloa y Ferraz en la Presidencia del Congreso de los Diputados, es decir, Francina Armengol, anunciaba que permitiría a partir de ese momento el uso del catalán, el euskera y el gallego en la sede de la soberanía nacional tras la penúltima cesión y el enésimo cambio de opinión socialista forzado por los independentistas, en este caso para que la propia Armengol pudiera ser Presidenta del Congreso; es lo que tiene que te dé igual arre que so con tal de alcanzar tus objetivos: que lo mismo te parece un sinsentido usar traductor donde todos se entienden que, a los dos días, una medida imprescindible para la convivencia democrática.
Desde entonces, el Congreso de los Diputados se ha gastado casi 800.000 euros de dinero público en el pago a traductores y el uso de pinganillos para que nuestros representantes, pudiendo entenderse en la lengua que comparten y conocen y es oficial en todo el Estado, puedan entenderse cuando usan la lengua que es cooficial solo en algunas partes de España y que solo entienden algunos de ellos. Poco después, el 19 de septiembre, cuando se debatía la reforma del Reglamento para incluir dicha posibilidad y antes, por tanto, de que se hubiese aprobado, ya se permitió, en lo que fue otra extravagancia parlamentaria y otro fraude de ley, al permitirse aquello que los grupos todavía no habían aprobado. Y el Congreso decidió provisionar doce contratos menores a otros tantos intérpretes por valor cada uno de ellos de un euro menos de la cantidad a partir de la cual la Ley de Contratos del Sector Público exige que se someta a concurso público, como forma de acelerar la puesta en marcha de un sistema de traducción que no se había empleado durante las cuatro décadas anteriores pero que repentinamente se convirtió en urgente, en otra artimaña legal considerada comúnmente como inaceptable salvo que sea requisito exigido por los nacionalistas, la excepción habitual que confirma la humillación eterna. A día de hoy ese contrato público todavía no se ha adjudicado.
Desde luego, es un derroche de dinero público porque no es un gasto en absoluto necesario, pero no es el dinero la cuestión fundamental del asunto porque dinero nos sobra, como todo el mundo sabe; y tampoco lo es el troceo de contratos para no tener que sacar a concurso el servicio que se pretende contratar, una nimiedad si lo comparas con indultar o amnistiar a corruptos o sediciosos. Siendo esto grave, peor es la cesión política permanente ante las reivindicaciones nacionalistas, o el desprecio a la lengua común que compartimos como ciudadanos de un país que se llama España. Lo primero porque una cosa es el respeto a las minorías y otra es la asunción continua de propuestas políticas minoritarias que no se comparten y además nos perjudican. Y lo segundo porque no podemos permitir que se rompa la ciudadanía compartida, que es lo que pretenden quienes han hecho de la exacerbación de las diferencias su propósito político vital como medio para lograr más derechos que el resto y, al final, la independencia.
La razón que suelen aducir quienes justifican las políticas de imposición lingüística es que estas lenguas son oficiales en algunas partes de España, a las que llaman lenguas propias como si el español fuera impropio o ajeno. Y es precisamente esa oficialidad la que ha servido para justificar las políticas de imposición y las vulneraciones lingüísticas a lo largo de cuarenta años. En este punto también me rebelo: en mi opinión, las lenguas deben ser oficiales cuando tengan implantación social y se hablen, no para obligar a hablarla a los que no la hablan porque no quieren, no la conocen o no la necesitan; o sea, cuando efectivamente se hablen, no para que se hablen. Porque al final el objetivo ha terminado convirtiéndose en que la hablemos todos para que quienes quieren hablarla tengan con quien hacerlo.
Por otro lado, que los diputados de Junts o del grupo que sea decidan expresarse únicamente en catalán incluso cuando son preguntados por quien no lo conoce o no haya traducción, me parece una idiotez y una falta de educación flagrante, pero no vamos a ponernos exquisitos ahora. Es evidente que no pretenden convencernos de nada sino imponer mediante el chantaje sus ideas, así que les basta con que les entiendan los de su secta. No dan para más y no vamos a explicarles de nuevo que las lenguas son instrumentos para la comunicación y esas obviedades propias de la «fachosfera». Allá ellos con sus paranoias. El PNV, por ejemplo, suele ser más pragmático: en sus mítines utiliza mucho más el castellano que el euskera; y es que prefieren los votos a su lengua «propia».
En todo caso, ya dije en su momento que soy partidario de que los diputados puedan hablar en la lengua que consideren. No tengo problema en que Rufián farfulle en catalán si le hace ilusión aunque ni él mismo se entienda. A lo que me opongo es a que en el Congreso de los Diputados tengamos que hacer como que no disponemos de una lengua común hablada por 47 de millones de habitantes en España y más de 500 millones en todo el mundo, y tengamos que pagarles sus caprichos. Así que yo permitiría el uso de las lenguas cooficiales en el Congreso de los Diputados pero sin traducción simultánea ni pinganillos. Y que cada cual decida a quién y para qué se dirige y cómo logra convencer a unos y a otros. Íbamos a ser divertido.
(Publicado en Vozpópuli el 20 de agosto de 2024)