La inmigración se ha convertido en una de las cuestiones relevantes del debate político. Y, ante este hecho innegable, hay cierta derecha que exagera el problema o lo dramatiza para desgastar a los gobiernos y lograr votos, y hay cierta izquierda que niega que exista y censura a quienes lo señalan o los tildan de xenófobos. Frente a los populistas, los alarmistas y los cenizos, la solución solo podrá venir del análisis riguroso de la situación y de la puesta en común de medidas en el ámbito europeo que sirvan para enfrentar de manera razonable uno de los principales retos de las sociedades modernas. Y es responsabilidad de los políticos hacerlo, por mucho que la cuestión pueda resultar incómoda, para lo que deben superar su habitual mezcla de pereza, sectarismo e incompetencia. A los racistas de momento ni los nombro: son otro problema en sí mismo que deberemos enfrentar con el peso de la ley y el Estado de Derecho.
Lo queramos ver o no, en algunos barrios la inmigración ya es uno de sus principales problemas, aunque en España en general no lo es todavía tanto; digo todavía porque, en función de qué medidas tomemos, podría agravarse y devenir en grave conflicto político e incluso causa de enfrentamiento social, consecuencia de los problemas de convivencia y seguridad que surgen por la acumulación de inmigrantes sin oficio ni beneficio a los que no podemos atender o dar una salida porque los recursos son limitados y las necesidades de todo tipo, crecientes. En algunos lugares ya está ocurriendo y negarlo es el primer paso para que todo empeore. Es como el problema de la ocupación: no existe hasta que te toca. No se trata de dramatizar el problema sino de ser capaces de encauzarlo antes de que sea demasiado tarde.
En Canarias la presión migratoria ha activado todas las alarmas y su presidente, Fernando Clavijo, que parece razonable, ha alertado sobre la situación límite en la que se encuentra el archipiélago. Si en lo que resta de año se repite el número de migrantes registrado entre agosto y diciembre de 2023, se superará la barrera de las 50.000 personas migrantes en situación irregular que habrán llegado a las Islas en todo 2024 (diez mil más que en 2023). Clavijo espera que PSOE y PP acuerden la reforma de la Ley de Extranjería, y se muestra optimista. Uno de los asuntos clave es que la acogida de menores no acompañados por parte del resto de comunidades autónomas no pueda seguir siendo opcional; porque no es una cuestión de solidaridad voluntaria sino de responsabilidad política ineludible. No es que el resto de las comunidades autónomas deban ser solidarias con Canarias sino que la cuestión es de su directa incumbencia. Y mucho menos pudiera aceptarse pacto alguno entre el PSOE y los independentistas para excluir a Cataluña del reparto de menores no acompañados, como la han excluido de la solidaridad interterritorial y del sostenimiento de las cargas del Estado con la vergonzosa entrega de un concierto que les concede, de facto, la independencia financiera. La cuestión ni siquiera es nacional sino continental, dado que nuestras fronteras nacionales son las de la Unión Europea, y la política de inmigración es asunto europeo. Y a toda Europa le corresponde hacer frente al reto de la inmigración, de modo que no termine convirtiéndose en un problema irresoluble o, como poco, en el mayor de entre los que tenemos entre manos. En parte vamos camino de ello, y los partidos de extrema derecha están creciendo a costa de ello.
Que haya inmigración es la cosa más normal del mundo, dado que vivimos en un país avanzado con un elevado nivel de vida. Lo raro es que, dada la situación de los países de los que huyen, no la hubiera. La cuestión es cómo enfrentarla, sin olvidar que es una gran oportunidad para Europa si se gestiona de manera inteligente, y un problema si las cosas no se encauzan como se debe. Y ambas cosas están ocurriendo a la vez: hay lugares donde los inmigrantes conviven entre sí y con los restantes ciudadanos españoles y europeos en perfecta convivencia democrática, y lugares donde se multiplican los problemas de convivencia e incluso de violencia. Los extranjeros que llegan a España no pertenecen a una identidad concreta más proclive a generar violencia por razones étnicas o raciales; es más bien consecuencia de la situación económica y familiar en la que se encuentran: sin arraigo familiar, sin vivienda y sin recursos económicos es más fácil que alguien opte por la marginalidad, la delincuencia o la violencia, sin que tal cosa pueda en ningún caso justificarse y deba perseguirse; si no tienes nada que perder, eres capaz de cualquier cosa para asegurarte un techo donde vivir o algo que llevarte a la boca. Otra cosa son las creencias religiosas que forman parte del cóctel que dificulta la convivencia o la imposibilita: si consideras que la mujer es un ser inferior, difícilmente podrás convivir en las sociedades democráticas de nuestro entorno. En todo caso, son las razones económicas las que lo condicionan todo. Hay deportistas de élite, musulmanes practicantes, que no solo no generan problema alguno sino que son personas a las que se admira y, de paso, llenan nuestras arcas públicas con sus impuestos. La clave, como siempre, es, no tanto el respeto a nuestras costumbres (las cuales no son de obligado cumplimiento) sino el cumplimiento de la legalidad vigente, que es la que nuestros dirigentes han aprobado y debe respetarse. En ese sentido, la lucha contra la inmigración ilegal es un pleonasmo: si es ilegal, no puede aceptarse, y si es legal, no habrá motivo para quejarse, más allá de los problemas convivenciales que pudieran generarse. Otra cosa es el buenismo respecto a la primera y el populismo respecto a la segunda, dos caras de una misma moneda.
Aparte de los racistas sin solución, en general son las clases más desfavorecidas las que observan con más desconfianza la llegada de inmigrantes. En general rechazamos o tememos a los inmigrantes que puedan ser o convertirse en nuestra competencia, bien sea el ingeniero informático indio que nos quita nuestro puesto de trabajo o la familia china que nos hace la competencia en el barrio con sus bajos precios y su horario laboral infinito. Luego están los violentos o los inadaptados que generan graves problemas de convivencia, seres marginales que toman determinados barrios y crean guetos donde salir a la calle es una aventura y vivir es casi un imposible. Ahí solo cabe la presencia policial y la aplicación del Código Penal.
Así que el problema no es tanto la inmigración como tal sino el modelo de convivencia que se genera en función de cómo se canalice. Y, aparte de actuar en origen, no queda otra que ordenarla, teniendo en cuenta la capacidad de acogida y los recursos de los que disponemos. Desde luego, no se trata de salvaguardar la «identidad nacional», como han planteado ultras como Arnaldo Otegi o Puigdemont para sus respectivos países imaginarios, sino de salvaguardar el Estado de Derecho, la convivencia democrática, el progreso social y económico y el respeto a los derechos humanos.
(Publicado en Vozpópuli el 27 de agosto de 2024)