Este pasado domingo se han cumplido seis meses del salvaje ataque terrorista perpetrado por los criminales de Hamas en la zona del sur de Israel más cercana a Gaza, acción que se saldó con el asesinato de 1.400 personas, la inmensa mayoría de ellas civiles ejecutados a sangre fría, y el secuestro de 242 civiles israelíes y extranjeros, 133 de los cuales continúan supuestamente en poder de Hamas, en condiciones que prefiero no imaginar. La matanza del 7 de octubre desató la respuesta del Gobierno de Netanyahu contra posiciones de Hamas en Gaza para destruir la infraestructura de la organización y eliminar a los terroristas, respuesta que está provocando además la muerte de miles de civiles inocentes, bien víctimas de las acciones armadas de Israel, bien víctimas de las condiciones infrahumanas que ha generado la intervención.
Como se ha dicho hasta la extenuación, Israel tiene derecho a defenderse y a tratar de perseguir y eliminar, en el caso de que no se entreguen u ofrezcan resistencia, a los terroristas responsables de la masacre o a quienes amenacen con nuevos atentados, pero no tiene derecho a dar muerte a los civiles que malviven en Gaza y que además son víctimas de los terroristas de Hamas, ancianos y niños incluidos. Pensar en la posibilidad de que los palestinos que residen en la franja de Gaza se rebelen ante los terroristas de quienes son víctimas es una ingenuidad; y hacerlos corresponsables de las acciones terroristas en caso de que no se rebelen o por no haberse rebelado es de una crueldad carente de sentido. La mayoría de ellos son víctimas de los terroristas y su régimen criminal, especialmente las mujeres o los homosexuales, a quienes se persigue hasta la muerte.
La guerra desatada a raíz de la barbarie del 7 de octubre es desigual por varias razones: por un lado, porque Hamas es una organización terrorista que obvia cualquier tipo de derecho humano y a la que no cabe desear más que su destrucción total y absoluta, mientras que Israel es una democracia a la que cabe exigir el cumplimiento escrupuloso del derecho internacional a la hora de hacer frente a la amenaza de sus vecinos, incluida la amenaza terrorista que pulula amenazante alrededor de sus fronteras desde que en 1948 se convirtió, con el aval de la ONU, en Estado independiente; por otro lado, Israel cuenta con un potencial militar muy superior al de los terroristas y, mientras que a los primeros cabe exigirles que lo empleen solo cuando sea estrictamente necesario y respetando la legalidad internacional, a los segundos solo cabe arrebatárselo para que no puedan ejercer de lo que son: fanáticos terroristas. Con Hamas solo cabe propiciar su desarticulación total y su desmantelamiento absoluto, mientras que a Israel cabe exigirle que cumpla los mismos requisitos que se exigen a los países democráticos, puesto que, a pesar de sus excesos, lo consideramos uno de ellos y, en consecuencia, uno de los nuestros. Lo que no cabe es pedirles una respuesta proporcional al ataque sufrido como algunos plantearon en su momento, dada que tal exigencia, habida cuenta las barbaridades cometidas por los terroristas de Hamas, justificaría las acciones que está llevando a cabo en Gaza e incluso algunas peores. No hay posible respuesta proporcional a actos terroristas para los que no encontramos adjetivos en el mundo civilizado. Y muchas de las acciones del ejército israelí no pueden justificarse en absoluto, y, antes o después, Netanyahu debería responder penalmente por ellas.
Una parte de la población israelí y en particular los familiares de los secuestrados exigen a Netanyahu que negocie con Hamas la liberación de los rehenes pero ¿debe un gobierno democrático negociar con una banda terrorista la liberación de los rehenes que pretende emplear como moneda de cambio para la liberación de sus terroristas presos? En teoría no porque sería admitir un chantaje pero, cuando no tiene otra opción, es posible que deba hacerlo. De hecho, ya lo ha hecho. Hay quien ha exigido la liberación de los rehenes como condición previa para que Israel detenga sus excesos en Gaza y declare una tregua; sin embargo, igual que no hay nada que justifique las acciones terroristas de Hamas, no hay nada que justifique los crímenes de Israel en Gaza. Otra cosa es que tenga derecho a perseguir a los terroristas allí donde se cobijen, a lo que obviamente tiene derecho, pero respetando el derecho internacional humanitario. Si se propone exigir la liberación de los rehenes como condición previa a que Israel pare sus crímenes contra la población civil palestina sería como justificar los crímenes de Israel mientras no se liberen los rehenes, algo inaceptable, dado que la población civil palestina víctima de los bombardeos israelíes no es responsable de las acciones criminales de Hamas, entre ellas, el secuestro inhumano de los rehenes.
La eliminación rápida y completa de Hamas y sus tentáculos no es algo que pueda lograrse sin que paguen inocentes en el propósito, por lo que habrá que emplear una estrategia que combine la intervención quirúrgica contra su infraestructura con diplomacia y políticas que tengan efectos en el medio y en el largo plazo: o sea, con inteligencia. La solución es harto dificultosa. Hamas no es un grupo terrorista que cuente con el apoyo del gobierno del país donde está asentado y desde donde actúa para llevar a cabo sus acciones terroristas sino que es el propio gobierno del territorio cuya población sufre las consecuencias de sus acciones.
Hamas lleva atacando a Israel desde 1994. En 1996, el propio Gobierno Autónomo Palestino lo calificó como grupo terrorista, condenó sus ataques a Israel y detuvo a cientos de sus miembros. En 2006 estalló la guerra civil entre Hamas y el partido Fatah, del presidente del Gobierno Autónomo Palestino, Mahmoud Abbas, que terminó con la victoria de Hamas y el control del territorio por parte de los terroristas desde 2007.
Desde la conformación del Estado de Israel en 1948, han pasado muchas cosas: su guerra con Egipto, Siria, Jordania, Iraq y el Líbano, la partición de Palestina, la Nakba o crisis de los refugiados palestinos, la guerra de los Seis Días en 1967, la toma israelí de la península del Sinaí, los Altos del Golán, Gaza y la Ribera Occidental o Cisjordania, la guerra del Yom Kipur en 1973, la devolución del Sinaí, la primera Intifada de 1987, los Acuerdos de Oslo de 1993 o la retirada israelí de Gaza y Cisjordania en 2005. Ya antes del atentado del 7 de octubre, 2023 estaba siendo un año marcado por la violencia.
El conflicto tiene connotaciones y derivadas religiosas que dificultan enormemente su resolución; al-Aqsa (Jerusalén oriental) es el lugar donde para sus seguidores el profeta Mahoma ascendió a los cielos, el tercer sitio más sagrado del Islam después de la Meca y Medina, mientras que para los judíos es el lugar donde se encuentra la Piedra Fundacional donde, según el Antiguo Testamento, se creó el mundo; es el sitio más sagrado del judaísmo. Es un lugar de gran simbolismo tanto para estas dos religiones como para el cristianismo. Los palestinos aspiran a que Jerusalén Oriental sea la capital de su futuro Estado, mientras que Israel considera que Jerusalén es su capital histórica.
El conflicto es lo suficientemente antiguo y complejo como para que venga uno aquí a plantear soluciones mágicas. Dado que pensar en la conformación y existencia de un solo Estado democrático donde se respeten los derechos humanos y donde convivan como conciudadanos árabes e israelíes es una ingenuidad irrealizable al menos en el corto plazo, toda solución parece que debe pasar por la existencia de dos Estados que convivan seguros y en paz, tal como viene defendiendo la Comunidad Internacional desde hace décadas. Aunque hay veces que tengo ciertas dudas de si pedir precisamente ahora la conformación de un Estado palestino pueda generar la sensación de que las acciones terroristas surten efecto, parece lo más razonable al menos en el medio plazo. En todo caso, toda solución pasa por que se cumplan dos condiciones previas: que los palestinos pacíficos no pierdan la esperanza y que los israelíes se sientan seguros.
(Publicado en Vozpópuli el 9 de abril de 2024)