Pues, visto lo visto, y teniendo en cuenta el lodazal político e institucional que nos rodea, defenderla. Al fin y al cabo, la monarquía es de las pocas cosas decentes que nos quedan a los españoles; no solo los discursos de Felipe VI son lo mejor del panorama político sino que jugó un papel pedagógico fundamental para ayudar a parar el golpe de Estado de los independentistas… y me da que tendrá un papel relevante en el futuro.
Pero no es que la Monarquía española destaque por la ruina de casi todo lo demás o porque, nunca mejor dicho, en el país de los ciegos el tuerto es el rey, sino que brilla por sí misma. Felipe VI ha sido el representante institucional que ha realizado los mejores discursos políticos de los últimos tiempos, en concreto desde que el 19 de junio de 2014 fuera elegido Rey de España, con mención especial al discurso que realizó el 3 de octubre de 2017 con motivo del golpe de Estado independentista, alocución que debería trasladarse a las aulas de nuestros jóvenes como materia obligatoria; es verdad que decir obviedades puede no ser gran cosa en otras latitudes, pero es esencial hacerlo en la España de nuestros días, donde las obviedades y el sentido común son revolucionarios. Y lo cierto es que los mensajes verbalizados por parte del jefe del Estado han sido políticamente impecables: no solo en cuanto al tono o la forma, desde luego, sino sobre todo por el contenido: la defensa de la igualdad ante la ley, de la separación de poderes, del Estado de Derecho y de la unidad del Estado, o sea, el republicanismo político de toda la vida; además, es ejemplar en su comportamiento, procura la concordia entre conciudadanos, se muestra cercano a la gente y defiende el bien común y el interés general, esa rareza. A diferencia de quienes necesitan el voto del pueblo, no se mueve por intereses partidarios o sectarios, sino que se eleva por encima de todos ellos. En su último discurso, con motivo de la entrega de los Premios Princesa de Asturias, nos recordó la necesidad de preservar la nación de todo lo que la pueda erosionar y para proteger los derechos de los ciudadanos, y la importancia de fortalecer lo que nos une frente a lo que nos separa; o sea, que «las soluciones llegarán de la unidad, nunca de la división» y el enfrentamiento. Se le entiende y me representa.
En España la separación de poderes está seriamente amenazada, por no decir que no la hay en absoluto: el ejecutivo se confunde con el legislativo y el judicial está controlado por el poder político. En el parlamento no se debate sino que se obedecen las órdenes provenientes de los partidos políticos, los cuales son correas de transmisión del líder supremo a través de los grupos parlamentarios, conformados por diputados elegidos para que voten y no piensen ni discutan. Con la muerte del parlamentarismo en el siglo pasado, los debates se trasladaron a los intestinos de los partidos pero ahora ni eso existe: es el líder el que toma las decisiones, y es un líder mediático más que otra cosa, rodeado de palmeros. Él decide qué proyecto de ley se aprobará en el Congreso de los Diputados, independientemente no ya del partido político, sino de los propios representantes elegidos en las urnas. Por no hablar del uso y abuso de los decretos-ley hasta límites insoportables. Una cosa es la lealtad al partido al que representas y por el que te presentaste en las elecciones, y otra cosa es la obediencia ciega y el sectarismo, ese mal endémico de la política española, porque además el voto imperativo está prohibido expresamente en la Constitución Española. A quien contradice a su partido se le califica de tránsfuga aunque no lo sea, y de virtuoso y leal al diputado que obedece sin rechistar ni llevar la contraria. El que se mueve no irá en las siguientes listas, la crítica se castiga con el ostracismo y la libertad de pensamiento es una virtud que se paga con la expulsión del partido. Las responsabilidades son compartidas, desde luego, pero con el PSOE de Sánchez todo ha empeorado hasta llegar a la conformación de un gobierno de los peores o de los más sectarios, lo que, a fin de cuentas, viene a ser lo mismo. En contraposición con este desaguisado generalizado, la Corona sí cumple la función que tiene asignada.
En las repúblicas los ciudadanos eligen en las urnas a sus representantes legítimos y, entre ellos, al jefe del Estado. Que un representante institucional sea elegido por los ciudadanos no asegura ni su brillantez intelectual, ni su honestidad ni su decencia (basta con echar un ojo a nuestro panorama político para recordarlo) pero reclamamos con normalidad que debemos ser los ciudadanos los que, con nuestro voto, elijamos a los que queremos que nos representen. En las monarquías democráticas como la española la jefatura del Estado la detenta el rey y la titularidad de la Corona se transmite hereditariamente pero de acuerdo a las leyes. Es lo que aceptamos con nuestro voto favorable a la Constitución Española. La nuestra no es una monarquía absolutista sino una constitucional, parlamentaria y democrática, controlable por los ciudadanos y al servicio de estos, a pesar de Juan Carlos I y sus excesos inaceptables, tanto los reales como los que nos imaginamos.
Por lo tanto, dadas las circunstancias y siendo en esencia republicano, soy en el aquí y ahora de la España de nuestros días monárquico de esta monarquía y de este rey que reina pero no gobierna, último clavo al que agarrarnos. Todo es criticable y se puede reivindicar legítimamente una república, obviamente, pero yo me quedo con lo que tenemos, sin que tal cosa suponga otorgar a la institución un cheque en blanco o un apoyo no condicionado a que siga siéndonos útil. A día de hoy es de las pocas cosas decentes que nos quedan.
(Publicado en Vozpópuli el 24 de octubre de 2023)