Son ya más de quinientos los agresores sexuales que han visto reducida su condena y medio centenar de ellos los que han salido de la cárcel prematuramente como consecuencia de la aprobación de la ley del «solo sí es sí», con las implicaciones que ello tiene para las víctimas que ya han sido, para las que pueden serlo en el futuro y tanto para la seguridad de las mujeres como para la sociedad en su conjunto.
Si algo ha quedado evidenciado desde que se ideó este artefacto ideológico para convertirlo en instrumento partidario y electoral a mayor gloria de sus promotores, es la chatarra política e intelectual en la que se han convertido parte de nuestros representantes. Y algunas de las cualidades que hoy los definen: incompetencia, sectarismo, arrogancia, mala fe o cobardía. O todas ellas.
En un primer momento se decidió dar forma a un proyecto de ley basado o inspirado en exageraciones, mentiras o medias verdades: en contra de lo que nos decían, el consentimiento ya estaba en el centro de los delitos contra la libertad sexual, y el sexo no consentido, aun sin mediar violencia ni intimidación, ya era delito antes de la modificación del Código Penal; por otro lado, en ningún momento el Convenio de Estambul nos exigió la unificación de los delitos de abuso y agresión, tal como se nos dijo reiteradamente. Además, durante su tramitación, se obvió el informe del Consejo General del Poder Judicial donde se advertía de la posibilidad de que se redujeran las penas de los agresores ya juzgados, se despreciaron los argumentos de la oposición política que alertaba sobre la misma cuestión y, en relación a las opiniones de expertos juristas, profesionales independientes o medios de comunicación, solo se escucharon, atendieron y replicaron las de la parroquia afín, como es habitual en la política española.
El debate parlamentario brilló por su ausencia y los pocos argumentos que se expusieron fueron tapados por el ruido de los exabruptos y las descalificaciones. A algunos de los partidos políticos críticos con la modificación legal les temblaron las piernas, por miedo a ser considerados por la santa inquisición supuestamente progresista miembros de la extrema derecha y, en lugar de oponerse por las consecuencias prácticas que se sabía la ley podía traer, finalmente la apoyaron. Al final, solo el PP y Vox votaron en contra, evidenciando el miedo reverencial que se sigue teniendo a contradecir a lo políticamente correcto y a las verdades oficiales, aunque sean mentira.
Tras las primeras consecuencias de la ley, Irene Montero, convertida en ministra de Igualdad por obra y gracia de Pedro Sánchez, lejos de reconocer errores y asumir responsabilidades, acusó al Poder Judicial y a los jueces de machismo y de prevaricar, ocultando que la nueva ley auspiciada por ella provoca efectivamente reducciones de condena y excarcelaciones de delincuentes sexuales, consecuencia del principio que señala la retroactividad de la ley penal más favorable al reo. Tal empecinamiento en no aceptar los errores cometidos duró largos meses en el seno de la coalición de gobierno, y se mantiene en las posiciones actuales de Podemos, impertérrito en su ineptitud y sectarismo a pesar de sus nefastas consecuencias para las mujeres víctimas de agresiones sexuales.
Solo cuando ya han visto reducida su condena más de quinientos agresores sexuales y han sido excarcelados más de cincuenta, el PSOE ha decidido registrar en el Congreso de los Diputados su modificación legal para «corregir» su despropósito, cosa que ha hecho solo por intereses electorales y para tratar de detener la crisis reputacional de su proyecto político: se propone modificar la ley no para proteger a las mujeres… sino para dar la vuelta a las encuestas. Incluso desprecia los votos que el PP le ofrece, antología del sectarismo más absurdo. Y de solicitar perdón, dimitir o cesar ministros y ministras incompetentes, ni rastro; más bien al contrario, puesto que Sánchez acaba de mostrarse orgulloso de la labor de todos sus ministros y ministras, incluida Irene Montero, principal responsable del bodrio jurídico.
Pero no se lleven a engaño: es todo tacticismo electoral. La guerra entre Podemos y el PSOE es una guerra fratricida para atraer a los votantes de su supuesto socio, independientemente de lo que España necesite. Y así será hasta la celebración de las próximas elecciones generales. Por su parte, los habituales socios del gobierno, Bildu o Esquerra, tan ufanos y arrogantes y tan seguros de sí mismos siempre, se mantienen ahora silentes: o echan balones fuera sobre su posición en relación a la modificación legal o se tapan cobardemente. El PNV ni está ni se le espera. Y ninguno pedirá perdón a pesar de ser corresponsables.
La modificación o actualización de nuestras leyes no puede basarse ni en eslóganes infantiles, ni en soflamas partidarias, ni en dar satisfacción a los sectores más extremistas y sectarios. No puede ser que lo que mueva a nuestros representantes a la hora de legislar sea la obtención de rédito político y el perjuicio electoral de los adversarios, como si la política fuera un coto privado donde dar rienda suelta a enfrentamientos personales y no el espacio público donde se dirimen conflictos y se buscan acuerdos entre diferentes en beneficio de la mayoría. Las leyes deben hacerse para que haya menos víctimas y menos agresores, sin populismos ni demagogia. Y para ayudar a resolver los problemas de la gente.
El mal está ya hecho consecuencia del sectarismo y la ineptitud de nuestro gobierno en su conjunto. La modificación legal que posiblemente salga adelante con los votos de PSOE y PP solo tendrá consecuencias para los agresores futuros y para los delitos que se cometan tras su entrada en vigor. No fue un error de los que cometemos todos sino un error cometido voluntariamente, a sabiendas, reincidente, con conocimiento de causa, consecuencia de la ineptitud y la arrogancia de unos responsables políticos a los que solo les preocupan sus intereses. Y nadie pide perdón ni por supuesto dimite. Ni siquiera Irene Montero.
(Publicado en Vozpópuli el 21 de febrero de 2023)