El próximo 18 de septiembre miles de personas defenderán en Barcelona el derecho a estudiar en español en Cataluña (donde más flagrantemente se vulnera) y, por extensión, en cualquier parte de España… y el Gobierno de España no solo no acudirá sino que está en contra y es además corresponsable de que este derecho se conculque. Y es que si el Gobierno de España quisiera, tal derecho se garantizaría, pero ni quiere ni puede: no quiere porque ya es nacionalista allí donde le conviene serlo y no puede (es un decir) porque depende de los independentistas para seguir en la Moncloa.
Así está el PSOE y así está España, lo segundo en gran parte consecuencia de lo primero, ya que lo demás está más o menos como cabía esperarse que estuviera: la derecha española, irrelevante en Cataluña, la izquierda populista convertida además en nacionalista, los nacionalistas chantajeando al Gobierno de España (porque les dejan) y Ciudadanos, que llegó a ganar las elecciones autonómicas de 2017, consumido por sus propios errores. Luego está el PSC, cómplice del nacionalismo, o sea, cómplice de sí mismo y, a estos efectos, lo peor que nos ha pasado en España.
Así que, tras cuatro décadas de vulneraciones sistemáticas de los derechos lingüísticos de quienes quieren estudiar en español y de imposición forzosa del catalán por parte de la derecha racista catalana y la izquierda boba, así estamos: exigiendo una obviedad inimaginable en cualquier otro país democrático del mundo porque tal derecho no se discute: que uno pueda estudiar en la lengua oficial y común del Estado, lengua que es, además, en nuestro caso, una de las más extendidas y habladas del mundo y, por lo tanto, cuyo conocimiento atesora múltiples beneficios de todo tipo.
Y, del mismo modo, aquí seguimos repitiendo los mismos argumentos y diciendo las mismas obviedades, sin que a los fundamentalistas lingüísticos les entre en la cabeza y sin que los gobiernos se decidan a defenderlos: los derechos son de los ciudadanos; las lenguas no tienen derechos y mucho menos el derecho de provocar hablantes forzosos para fomentarlas; y las lenguas son para los ciudadanos, no los ciudadanos para las lenguas. Pero los nacionalistas lingüísticos los obvian porque no atienden a argumentos ni a razones ni a leyes ni a sentencias de los tribunales sino a objetivos políticos de los que no se separan nunca: expulsar todo lo español de Cataluña, crear una identidad cultural y lingüística homogénea, reivindicarse como nación cultural, exigir el derecho a la autodeterminación, ejercerlo, crear un Estado independiente y, finalmente, convertir a los ciudadanos no nacionalistas en extranjeros en su propia tierra. Y, mientras tanto, vivir del cuento de ser nacionalista con sueldazos, privilegios y prebendas. Y todo ello con el permiso del Gobierno de España.
Ellos tienen su hoja de ruta: la construcción «nacional» de Cataluña; y, desde que Jordi Pujol la puso en marcha hace cuarenta años, ahí siguen, impulsados por su fanatismo ideológico y por sus intereses económicos, con la colaboración por acción o por omisión de todos los gobiernos de España y de los principales partidos supuestamente nacionales, tontos útiles incluidos, a mayor gloria de su propia defenestración política y la conversión del nacionalismo a efectos prácticos en pensamiento hegemónico y casi único en Cataluña. Ellos tienen su idea, su financiación y su hoja de ruta mientras que los ciudadanos resistentes de Cataluña, que tienen argumentos, razones e ideas, se encuentran abandonados a su suerte y sin otra financiación que sus propios recursos.
La izquierda oficial tiene una responsabilidad adicional que no debe obviarse: si a alguien perjudica el modelo de inmersión lingüística es a los ciudadanos más vulnerables, a los inmigrantes y a la clase trabajadora, puesto que si uno dispone de recursos económicos, podrá matricular a sus hijos en un instituto bilingüe o trilingüe donde estudien en español, como de hecho hacen algunos de los representantes de la burguesía catalana y algunos de los más insignes defensores del modelo lingüístico de exclusión del castellano, sin que se les caiga la cara de vergüenza.
Cualquier partido democrático, sea de izquierdas, de derechas o mediopensionista, debería defender el derecho a estudiar en español en cualquier parte de España (¡un 25% de las clases, qué menos!), por razones educacionales y por razones legales; pero resulta que es especialmente la izquierda, por razones ideológicas, la máxima responsable de la defenestración del castellano en Cataluña. El problema es que esta izquierda es o identitaria o nacionalista, por mucho que izquierda nacionalista sea una contradicción en los términos. Los sindicatos, por su parte, en lugar de defender los intereses de los trabajadores, ahí siguen: entregados al poder establecido.
Oigo defender una Cataluña bilingüe a algunos de los más firmes defensores de la libertad lingüística, como antesala a su reivindicación principal: que, además de poder estudiar en catalán, quien quiera pueda estudiar en español. Pero no debemos pedir permiso ni perdón a la hora de exigir un derecho constitucional que nos asiste a todos los ciudadanos españoles, independientemente del lugar de España donde residamos (y cuya vulneración, por cierto, nos perjudica a todos, porque limita nuestros movimientos y nos impide disponer de un país de ciudadanos libres e iguales). Cataluña será bilingüe o no lo será en función de lo que la gente decida en su día a día. Y tal cosa no será ni buena ni mala, sino consecuencia del uso que de su libertad decida hacer cada cual. La diversidad lingüística no es algo a salvaguardar por encima de cualquier cosa, y mucho menos algo a imponer a base de pisotear los derechos lingüísticos de nadie. Lo que sí hay que garantizar y exigir hoy es algo que está prohibido: que los estudiantes puedan estudiar en español en Cataluña y en cualquier otra parte de España.
La cita es en Barcelona el domingo 18 de septiembre. Convoca Escuela de Todos. El lema, «El español, lengua vehicular». A las 12,30 en el Arco del Triunfo de Barcelona. Nos concierne a todos defender la libertad y la democracia.
(Publicado en Vozpópuli el 6 de septiembre de 2022)