El pasado día 7 de julio se vivió un pleno dantesco en las Juntas Generales de Álava. Durante el debate para la elección del nuevo diputado general, el aspirante jeltzale Xabier Agirre lanzó unas acusaciones gravísimas a los negociadores de Ezker Batua, una vez se descartó el apoyo de las dos junteras de la coalición a su formación (que junto con los de Bildu podrían haberle aupado a lo más alto) y confirmado, por tanto, que el nuevo diputado general sería el popular Javier de Andrés, con sus propios votos y con los votos socialistas.


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Más allá de los problemas identitarios de EB (mira por dónde), más allá de sus problemas internos, sus luchas de poder, sus familias políticas (nunca mejor dicho) y más allá de la capacidad de liderazgo del coordinador Mikel Arana, donde no nos metemos, el asunto de las vergonzosas negociaciones que tuvieron lugar no es, obviamente, un problema interno de la coalición autodenominada izquierdista, sino algo que trasciende la organización e interesa y afecta al conjunto de la sociedad. Es algo que debe ser aclarado hasta sus últimas consecuencias. Que haya un partido político que condicione su apoyo parlamentario a la colocación de parte de su afiliación en empresas públicas u organismos autónomos (saltándose la legalidad vigente) o a la concesión de un crédito bancario, es un escándalo de primer orden que no puede saldarse con una asamblea interna.


Podemos recordar cómo define el «tráfico de influencias» el artículo 428 del Código Penal: «El funcionario público o autoridad que influyere en otro funcionario público o autoridad prevaliéndose del ejercicio de las facultades de su cargo o de cualquier otra situación derivada de su relación personal o jerárquica con éste o con otro funcionario o autoridad para conseguir una resolución que le pueda generar directa o indirectamente un beneficio económico para sí o para un tercero…»; o cómo define el «cohecho activo» el artículo 424, que castiga «al que ofreciere o entregare dádiva o retribución de cualquier otra clase a una autoridad, funcionario público o persona que participe en el ejercicio de la función pública para que realice un acto contrario a los deberes inherentes a su cargo o un acto propio de su cargo, para que no relice o retrase el que debiera practicar, o en consideración a su cargo o función».


Es decir, que no debería ser descartable instar a la Fiscalía para que inicie una investigación, puesto que parece evidente que el ofrecimiento de EB al PNV podría ser constitutivo de un delito de tráfico de influencias y de cohecho activo. Especialmente repugnante es que los portavoces de la coalición hayan venido condicionando su apoyo al candidato Agirre al cumplimiento de objetivos programáticos no sólo legítimos sino muy nobles, como la recuperación del Impuesto sobre el Patrimonio, gravar más a los que más tienen, avanzar en la progresividad de la fiscalidad en Euskadi o modificar la ley electoral en Álava. Al parecer, detrás de todo eso existían intereses personales y espurios, que evidencian la degeneración de una parte de los políticos, que entienden la política, no como un servicio a los intereses de los ciudadanos, sino como un medio para beneficiarse económicamente. Tales actos evidencian también que en numerosísimas ocasiones la etiqueta «izquierda» no es más que una excusa barata para dar vía libre a determinados comportamientos pero que, en el fondo, no hay nada distinto. Tal actitud, en fin, nos perjudica y nos afecta y nos atañe a todos sin excepción. Por eso no es suficiente que las responsabilidades de esta vergüenza se aclaren en los órganos internos de Ezker Batua. La Fiscalía debería actuar.