Escuché recientemente al actor José Coronado responder a preguntas relacionadas con la última película en la que ha participado. Se trata de la tantas veces nombrada en nuestras páginas TODOS ESTAMOS INVITADOS, de la que ha sido parte importante y que, al parecer, le ha servido para abrir los ojos y casi palpar la cruda realidad que nos rodea (el infierno vasco, en definitiva). Se trata, como sabemos, de una película bienintencionada que trata de retratar la vida de los escoltados en esta Euskadi en marcha que no termina de alcanzar la democracia plena. En dicha entrevista televisada, ví a un Coronado sensible y concienciado, dolido por la situación injusta que personas inocentes deben soportar. Al intentar explicar la situación de dichas personas (profesores universitarios, concejales y parlamentarios no nacionalistas, representantes institucionales, jueces, periodistas, policías, empresarios…), me llamó la atención la forma en que los definió: muertos en vida. Si soy sincero, he recordado estas sus palabras desde entonces y no consigo olvidarlas. En lo que entiendo debe ser la actividad vital de una persona, nunca he considerado muertos en vida a quienes defienden sus ideas políticas (y algunas de las nuestras, claro) frente al terrorismo que nos amenaza. Nada más lejos de la realidad. Muerto en vida puede ser quien decidió aparcar sus sueños infantiles por un buen puesto de trabajo que únicamente le remunera ventajas económicas. O quien dejó pasar la chica de sus sueños por no pertenecer a su misma clase o porque le faltó bastante gallardía. O la persona que clama contra las injusticias mundiales pero permanece inactivo (desactivado, momificado), esperando que otros arreglen los problemas. O quien no busca denonadamente el lugar que merece, quien no coge el toro de la vida por los cuernos, quien llega a viejo maldiciendo su pasado y arrepintiéndose por no hacer aquello que siempre quiso, sea lo que sea. Creo que quienes destinan parte de sus energías a atender sus obligaciones cívicas y políticas, voluntariamente y como miembros activos de la democracia, están más vivos que la mayoría de ciudadanos que miran para otro lado, por ejemplo. Y más vivos que todos los desgraciados arriba señalados, entre los cuales nunca puede uno sentirse del todo distante o alejado. Es el viejo dicho difícil de aplicar pero no por ello menos admirable y que merece la pena recordar: más vale encender una vela que maldecir la oscuridad.